Lo más triste que me ha tocado comprobar por tercera vez en Colombia es cómo el ser humano es capaz de naturalizar altos grados de violencia.
Levantarse y odiar la «hijo e’ puta» vida, consumir la negatividad en los medios de comunicación como si fuera adicción porque «hay que mantenerse informado», debatirla en espacios públicos y privados hasta el cansancio, y no darse oportunidades de desconectar. ¿Cómo desconectarse si el país y el mundo está podrido? Si para exorcizar demonios hay que esperar algún partido de fútbol (el opio de muchas masas), y sólo en esos encuentros, es seguro gritar y pelear «civilmente» porque está socialmente permitido. Ni hablemos de la salud mental o la violencia doméstica, entre tanta cobertura del conflicto y las negociaciones de paz, ¿qué sabemos de ella?
El conflicto armado en Colombia trascendió todas las esferas de lo civil y lo rural, de los comunistas vs. el Estado, de la religión y las costumbres, lo público y lo privado.
Hizo un quiebre en la psiquis individual y colectiva desde hace más de dos décadas cuando se convirtió en «cosa de buenos» y «lo más sensato» buscar la paz. Sin embargo, ni el Estado ni diferentes actores nacionales y regionales han logrado encarnar con sus acciones esa palabra al punto de que los medios de comunicación se hagan eco de su significado.
Aspirar a la paz en estas tierras es un ideal inalcanzable si no existen reformas en los medios de comunicación, sus directivos e integrantes. El conflicto ha creado un trauma colectivo de tal magnitud que no importa cuántos acuerdos de paz se firmen, gran parte de la sociedad sigue sintonizada a la guerra por ser una zona de comfort, el pan de cada día, la narrativa que no hay que cuestionar, el dolor al que siempre se puede recurrir, la mentalidad justificada que poco hay que cambiar.
Lo presenté en mi investigación para la CEISAL 2016 y lo vuelvo a reiterar en mi capítulo «Una paz ¿colombiana? imaginarios políticos reforzados por los medios de comunicación» para un nuevo libro de la Universidad Santo Tomás (2017): es la prensa nacional (e internacional), regida por intereses partidistas y económicos, quien carga con la mayor responsabilidad de crear y sostener discursos de guerra que provocan más deterioro social.
No más periodismo de paz con narrativas de guerra.