La guerra interna de Marie Colvin

Hay pocas mujeres periodistas corresponsales de guerra. Colvin fue una de las más admiradas por su tenacidad y talento de relatar el sufrimiento humano de los conflictos en países de Asia, los Balcanes, África y el Medio Oriente para el periódico británico The Sunday Times.

Pero su vida personal no fue tan glamurosa. Cubrir guerras tiene un precio. La periodista estadounidense sufrió de estrés postraumático en múltiples ocasiones. Se refugió en los cigarrillos y el alcohol.

Su deterioro es paralelo a la degradación de los conflictos armados en la actualidad.

Ese deterioro físico, mental y emocional es presentado con brutal honestidad en la película biográfica A private war (2018).

El filme dirigido por el documentalista Matthew Heineman, inspirado en el artículo de Vanity Fair de su mismo nombre, carece de dosis de teatralidad.

La configuración de escenas emblemáticas en la carrera de Colvin evocan gran naturalidad: la guerra civil en Sri Lanka, donde Colvin perdió su ojo izquierdo; la invasión en Irak; la insurgencia en Libia; la guerra en Siria y esa trágica cobertura en Homs, donde la corresponsal perdió su vida.

La actuación de Rosamund Pike como Colvin es magistral. Y lo digo porque, como periodista, pude conectar con las mañas de su personaje desde el principio. Me sentí muy identificada con la historia de Colvin. Hubo escenas, miradas, pensamientos y miedos que yo también experimenté en mis coberturas en Israel, Turquía, Colombia y Guatemala, entre otros países.

En ocasiones, vi en los ojos de Pike la desolación de Colvin, la mía y la de decenas de colegas periodistas más ante los conflictos y la indiferencia de las sociedades en las llamadas superpotencias.

En ocasiones, entendí el conflicto interno de Colvin de seguir esa vida o tirar todo por la borda. Vacacionar en las Bahamas, elegir una vida tranquila en casa, desatenderse del dolor de personas que no veríamos jamás.

En el filme se presenta cómo Colvin lucha contra el sistema, la industria de los medios de comunicación que privilegian la negatividad, la sangre, la muerte y la destrucción y cómo… quiso salirse de ese círculo vicioso.

Porque después de Libia, ella percibió que los periodistas habían perdido poder. Que los medios ya no influenciaban la toma de decisiones de los Gobiernos en intervenir en conflictos extranjeros. Que por más real y honesto que fuesen los retratos de estas vidas perdidas, de estos crímenes de guerra, la opinión pública ya no se inmutaba.

Evolucionamos…perdiendo interés, empatía, coraje ante el dolor.

Caímos en una era de deshumanización.

En meses en que el tema de la posverdad, las noticias falsas y el miedo al Otro están socavando el ejercicio del periodismo y reformando las salas de redacción, el filme busca rescatar la esencia de la práctica.

Y enfatiza en su debilidad:  cada vez es más difícil conectar.

En una escena el editor de Colvin le dice, tras meses de ausencia en el campo, que tiene que volver a reportar y ella le discute que no lo hará por más premios y reconocimientos. Que reportar ya le afecta. Ya perjudica su vida afectiva, tu salud mental y emocional, y que eso a los editores y jefes de medios no les importa.

Son los periodistas carne de cañón para la venta del sensacionalismo.

A lo que el editor le comenta que si ella pierde convicción en reportar, ¿qué esperanza le queda al resto de las personas que no pueden viajar y ver estas atrocidades con sus propios ojos?

Nadie obligó a Colvin a seguir esta ruta. La película no la presenta ni como heroína ni como víctima de sus decisiones. Ella sabía a lo que se exponía. Ella decidió apostar por la verdad.

Para ella pesó más demostrar la indiferencia global: cómo hemos perdido interés por el mundo, cuán desconectados estamos de la realidad, cuántas injusticias permitimos que ocurran por la falta de diálogo, cuánto nos separamos del Otro por ser de otra cultura, otra clase, otra mentalidad.

Porque «allá ellos», «yo estoy bien acá»…

En fin, ¿la recomiendo? Sí. A private war no es una película fácil de ver con palomitas. Es un retrato ni muy cruel ni muy sensacionalista de una mujer que decidió cargar con el peso de la ética periodística y la indiferencia del mundo a sus espaldas intentando con sus reportajes y el trabajo con el fotoperiodista Paul Conroy que las injusticias nos importaran.

Cuenta con refugiados reales como actores de reparto en todas las escenas grabadas en Jordania, uno de los países con más refugiados del mundo. Cuenta con una magnífica canción escrita por Annie Lennox: Requiem for a Private War.

Muestra el precio de ser testigos de la violencia y el precio de no actuar.

Muestra cómo hemos caído y lo que nos falta para levantarnos como sociedad global.

Libros relacionados:

  • On the Front Line, the collected journalism of Marie Colvin
  • The Face of War, Margaret Gellhorn
  • Ante el dolor de los demás, Susan Sontag

El culto a Frida y el amor que elegimos vivir

En ese culto a Frida y todo lo que nos educaron representa su figura, olvidamos que ella siempre eligió.
A quién amar, cómo amar y qué recibir.
Alabamos su transformación del dolor y sufrimiento en arte pero no cuestionamos su vida. Porque, ¿para qué?
Esa reflexión es la que me llevo de mirar más allá de este (no tan nuevo) cuadro, esta interpretación.
Una decide qué merece, una ELIGE cómo desea ser tratada, una establece las pautas de qué clase de amor quiere y se permite vivir.
Una elige siempre qué dar, qué quiere recibir, con qué se va a conformar.
Una elige qué esconde, qué revive, qué ignora, qué llora.
Una SIEMPRE elige cómo y a quién amar.
Y ese (re)conocimiento, por más sencillo que parezca, es poder.

-Natalia Bonilla

Qué esconde la danza árabe

Similar al yoga, esta práctica corporal ha sido masificada, estereotipada y condenada por la sociedad.

La pregunta que hay que hacerse es… ¿por qué?

La danza del vientre, danza árabe o el «belly dance», como es conocida en inglés, tiene múltiples beneficios para las mujeres (y los hombres, ¡que también la practican!) tales como: fortalecer el autoestima, balancear los chakras, corregir la postura corporal, mejorar la flexibilidad, trabajar la zona pélvica y abdominal, favorecer la digestión y despertar la sensualidad, entre otros.

Ayuda a desatar y equilibrar la kundalini, aliviar el estrés, abrir la creatividad y reducir tensiones musculares.

¿En qué momento la vimos sólo como algo «bajo», un elemento de «seducción» o «rechazo» para alimentar la mirada de un Otro? 

Este fin de semana fui a la Convención de Belly Dancing de Miami y tras varias presentaciones y las reacciones del público, me hice estas y otras preguntas.

En Latinoamérica, Shakira fue una de las cantantes que más ayudó a popularizar la danza árabe en el continente pero sus presentaciones formaban parte de un espectáculo. La práctica al igual que sus raíces libanesas-colombianas la distinguieron de otras cantantes pop-rock en la industria del entretenimiento sin embargo, esa jugada no incluía honrar la esencia de esta danza.

Entiendo que tampoco era su rol, como artista, defenderla.

Con eso dicho, son pocas las maestras de danza árabe que actualmente, respetan los orígenes «no-seductores» y más transformadores de estos movimientos corporales.

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Ante la presión porque no se pierda el interés, la mayoría de bailarinas y empresarias recurre a uno de los dos extremos: la técnica o el goce por atención.

A ser muy metódicas y escultoras de sus cuerpos que se pierde la esencia y la diversión o a ser extremadamente coquetas, ruidosas y dispuestas a apropiarse de secuencias de otras culturas sin sensibilidad alguna, todo por hacer un «show».

De ahí que surjan estereotipos que hieren colectivamente a las mujeres que han encontrado en la danza del vientre una forma de liberación.

Creencias y comentarios como:

¿Me vas a seducir?

¿Por qué no me bailas en privado?

A ti lo que te gusta es enseñar los senos y mover el trasero.

Eres peligrosa. ¿Cuáles son tus intenciones?

Si te tienes que vestir provocadora para empoderarte, no eres feminista.

Sin duda, considero que masificar el arte lo destripó de toda emoción para la practicante y no el público espectador. La audiencia se emociona mientras más flexibilidad y más «cachondeo» se exhiba (un poco evocando el morbo silencioso que genera el burlesque).

Es en esta búsqueda de validez externa que se ha perdido la noción de que este tipo de baile permite a la mujer y al hombre empoderarse. Y es que, hasta esa palabra, ni sabemos a ciencia cierta qué significa. La han desgastado tanto que ni creemos en ella.

¿Cómo ayuda al empoderamiento? Enseñándote exactamente lo mismo que cuando aprendes a montar una bicicleta: conciencia de tu cuerpo.

Te permite adueñarte de él.

Una de las primeras lecciones y las principales que rigen el belly dancing tradicional es el movimiento del 8, número, símbolo que representa el infinito.

El abrirte a dar y recibir, mover la energía de adentro hacia afuera y viceversa, forzándote a mantener firme tu centro: el abdomen.

Activa el chakra sacro, el goce y la creatividad. Activa el chakra raíz al pisar fuerte con tus pies descalzos. Activa tu chakra del plexo solar, la voluntad y el «yo puedo», eres merecedora de felicidad, alcanzar lo que te propongas: capaz.

La secuencia de los 7 velos es una de las más preciadas para la transformación consciente así como la danza del sable que permite destruir obstáculos y abrir paso a nuevos caminos.

Novelas como El Clon, versión brasileña y la más reciente Miami-style, centraron el drama y publicidad alrededor del belly dancing. La protagonista, si quiere al hombre, lo seduce primero a través del baile. Si es en colectivo, los hombres esperan que ella haga un show. En la recámara privada, más vale que use los vestidos de colores y los diamantes que le regalaron en una sesión de baile como parte de los preliminares a hacer el amor.

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El punto aquí es resaltar que la tentación no viene del baile, que no tiene por qué rechazar lo erótico, sino de la construcción de significados que le imprimen ciertas culturas.

Si nos remitimos a sus orígenes, encontraremos que las mujeres en Egipto,  Líbano, España, Turquía, Siria y otros países más interpretaban esta danza de maneras diferentes. En sus inicios no era un baile para hombres sino para gozarlo en círculos de mujeres. 

Hoy es difícil encontrar espacios de instrucción que no intenten objetivizar el cuerpo de las mujeres. Bajo el pretexto de «despertar a la diosa» busquen «empoderarlas», «endosiando» sus cuerpos por lo que provocan en otros y otras. No en los beneficios que tiene la práctica para sí mismas.

«Que mejor algo que nada»,  «que no será yoga de la India pero prefiero que sea moda el yoga light y no los videojuegos», «que la mujer aprenda a ser femenina con el belly dancing a lo reggaeton que con los concursos de belleza», así me han dicho.

Ok, lo que veo con esos planteamientos es que el enfoque está en el «hacer algo» y no en el significado de lo que se reproduce. La solución que se normaliza es un parche. Vender la danza del vientre para la mujer que no se sienta sexy, parche. Para mantener la figura, seducir al marido, volverte más linda, más «empoderada», parche.

Parche si no se atiende la raíz.

IMG_4653Usualmente, quien inicia el belly dancing lo hace porque quiere conectarse con su feminidad. Lo que he visto, como practicante, es que quienes se adentran en la práctica de manera genuina buscan explorar su cuerpo, entender la energía dentro de él y sí, fluir, gozar, reír.

Hay demasiada promoción de lo que provoca en otros el título de bailarina de danza del vientre (admiración, atracción sexual, envidia, estatus) y poca en los beneficios personales que esconde. 

Eso es lo que me preocupa y por tal razón, te planteo esta situación.

Seguramente, la puedes exportar a decenas de otras modas y tendencias de tu preferencia y encontrar similitudes o diferencias.

Te invito a hacerlo y preguntarte: 1) ¿en qué momento ocurrió la distorsión?, 2) ¿qué intereses alimentan? y 3) ¿por qué?