A mis 20 tenía metas claras y el sueño trillado de querer cambiar el mundo.
A los 25 viví bajo la premisa de no saber nada, recibí golpes profesionales y emocionales que casi me tumbaron al suelo. En ese entonces, vivía el día a día con lo que cada uno tenía que ofrecer, dejé de estar presente, aferrada a las memorias del pasado y a la ilusión de revivir todo de nuevo. Dejé de soñar y toda oportunidad la tomaba como una más: perdí el sentido de la vida.
Me tomó tres años y muchos tropiezos comprender que sólo puedo trabajar en mí misma. Que todo lo demás es ilusión. Que la realidad es maleable, se crea e interpreta según la actitud. Que lo que es adentro, es afuera. Que por más deseos que tuve y lágrimas que derramé, muchas personas y oportunidades que quise no permanecieron. Aprendí que querer duele y que sólo amar libera.
Que resistirse a los cambios que benefician nuestro crecimiento sólo empeora el proceso, que el universo tiene nuestra espalda y que mientras muchos creen en el Maktub, sólo los sabios reconocen que el TODO está a disposición. Que somos energía capaces de construir y transformarnos hacia lo que verdaderamente queramos, por más que las normas sociales e ideologías políticas y religiosas dicten lo contrario.
Que Cerati dio en el clavo con su “poder decir adiós es crecer”, aunque ese adiós no sea aplicable para una pareja sino para una versión de ti misma. Que es tiempo de dejar atrás a la mujer que eras antes para abrazar la de hoy en construcción, aunque embarcarte en ese proceso implique resistir el dolor de los músculos al desgarrarse.
Que el barquito de la esperanza te conducirá a la frontera que impongan tus límites, mientras que el barquito de la fe te llevará a un puerto más brutal de lo que tus ojos y mente alguna vez pudieran haber visto o imaginado.
Hoy, con las rodillas desgastadas y una fuerza indomable, brindo por la magia de losnuevos comienzos y por las personas que, sin esperar nada a cambio, me dieron aliento, me abrazaron y guiaron en lo que fue el peor año de mi vida.
Gracias por no emitir juicios, por no dejarme sola y en cambio, permitirme ser parte de sus vidas a pesar de lo abatida que muchas veces me dejó esta tormenta. Pero sobretodo… gracias por ser faros increíbles de luz en el túnel más largo y oscuro que elegí caminar. Gracias a ustedes (y al cuidado de otros seres superiores), llegué al otro lado. Hoy puedo sonreír confiada en que «será bonito lo que quede por llegar.»
Namasté, ayer, hoy y siempre.