Las causas ahondan más allá del sistema patriarcal, incluyen: el rol de los medios de comunicación y las visiones limitadas que nos han inculcado (y hemos reproducido) las mujeres sobre nuestro bienestar individual y colectivo.
Carta abierta por Natalia Bonilla | Twitter @nataliabonilla
Al comenzar mi carrera como periodista, pensaba que mirar a las personas que entrevistaría por su color de piel, clase social, género y educación sólo fomentaba exclusión. Para remediar, quise homogeneizar a los sujetos de mis reportajes como parte de la “gente”.
A través de los años y las cientos de noticias, la lista de personas aludidas creció y no niego que me perturbó reconocer que fueron más los hombres expertos que mujeres a las que entrevisté. Fueron más blancos, graduados con estudios universitarios, que rentaban apartamentos y conducían coches. Fueron más maduros que jóvenes, más autoritarios que conciliadores, más imponentes en sus posturas que prestos al diálogo y a la reflexión.
Traté de entender por qué eran pocas las mujeres expertas a las que podía preguntar (sin importar el área geográfica o temática), y entre que la mayoría en puestos de poder tenían la agenda muy ocupada y las que no, “les daba pena” responder preguntas de un medio, logré hablar con un menudo grupo que contaba disponibilidad.
Hace 10 meses, cuando emprendí la etapa de periodista independiente, me mudé de la región del Caribe para trabajar investigaciones de conflicto, paz y género en Latinoamérica. Buscaba ir más al fondo de los temas, llegar a los protagonistas de las historias, las personas de las que los expertos y las organizaciones hablan, aquellos que sufren más y que muchas veces, se les califica de víctimas. Encontré que gran parte de ese conjunto lo conformaban mujeres, adolescentes y niñas, vulnerables a la pobreza, la violencia y la falta de oportunidades económicas y de educación. Hablé sólo con algunas de ellas (principalmente, porque el acceso a sus zonas era complicado y costoso) y vi patrones de raza, contextos sociales, religiosos y problemas estructurales que reducían su existencia a cuerpos y se les negaba su identidad como seres humanos.
Para el momento que quise publicar sus historias, me topé con otra faceta de mi industria. Pude ver que las gerencias de los medios de comunicación no querían repetir las narrativas de víctimas para no “promover la lástima” pero sí preferían que algún experto (y si era hombre, mejor) explicara la violencia de género. Que los editores de secciones como Política e Internacional y de revistas especializadas (la mayoría hombres) querían un “balance” en las coberturas y que para reportar sobre “asuntos de mujeres” sólo bastaba una noticia o un reportaje, que no había que indagar más porque el tema se “quemaba”. Que las editoras mujeres estaban más interesadas, sí, pero muchas veces condicionadas por sus superiores a preferir contenidos más “ligeros” e “inspiradores” porque se opera bajo la presunción de que, es sabido que las mujeres son las que sufren.
Entendí que no se les daba “mucha” voz porque siempre había alguien más que podía opinar por ellas. Que discutir cuotas de género en las salas de redacción y en los contenidos era un tabú, partiendo de que si los gobiernos no las implementan ¿qué valor tendría hacerlo en las empresas? Que, ante la falta de una cultura organizacional y una práctica periodística con perspectiva de género, se repetían discursos que avalaban las relaciones de poder y que los que gozan de privilegios en la clase alta y la media (algunos que llegaron con esfuerzo y otros por sucesión) son los que deciden el futuro, la imagen, el sufrimiento y la salvación de los de abajo. Mejor dicho, déjenme corregir, de “las” de abajo.
Desde hace mucho tiempo, me pregunto… ¿por qué?
¿Cómo es posible que los términos “feminización de la pobreza” (o que “la pobreza tiene rostro de mujer”) la “feminización de las guerras se hayan puesto de moda pero que poco vuelo ha tomado la “feminización de la política”?
¿Por qué los hombres que cuestionan el sistema son “revolucionarios” por sus ideas y acciones y las mujeres que hacen lo mismo son “activistas” que “hacen marchas”? ¿Por qué las mujeres que toman armas, las “guerrilleras”, son forzadas y no voluntarias? ¿Por qué es más fácil asociar a las mujeres con la miseria? ¿Por qué “es entendible” que las mujeres lloren por sus hijos, esposos, padres, amigos y familiares cuando son asesinados pero apenas se cubre e investiga sus propios asesinatos? ¿Por qué se normaliza la imagen las mujeres llorando y sufriendo que aquellas que gritan y se desnudan para defender sus vidas y sus cuerpos? ¿Por qué son los hombres los que escriben y graban a las mujeres como imágenes de ambiente y frases de relleno? ¿Por qué es vista como una amenaza otorgar espacios a más mujeres -que no sean modelos ni arquetipos de belleza y raza- en los medios de comunicación? ¿Por qué se tienen que crear programas especiales “para la mujer” si el resto de los contenidos son dirigidos a reforzar la heteronormativa (que de por sí, no representa balance? ¿Por qué son las mujeres blancas las que hablan de feminismo y acaparan los titulares?
¿Dónde está el resto? ¿Cómo son y hablan las demás? ¿Mediante qué medios se expresan y visibilizan los problemas?
A días de finalizar la convocatoria al mapa documental “Ser mujer en Latinoamérica”, he comprendido que existe una necesidad de que las mujeres sean empoderadas, sí, pero no sólo para que sepan identificar la desigualdad de género y los efectos del patriarcado. Que es necesario que las mujeres se reconozcan a sí mismas por su esencia y luego, como actoras políticas. Que otro ejercicio importante en ese camino es acabar con la pobreza de pensamiento y, por consiguiente, con los límites que han impuesto las culturas y sociedades sobre lo que debe o no “ser” y “hacer” una mujer. Que una vez abran los ojos a esa realidad, descubran que las luchas varían en grados de intensidad y que son más duras para aquellas que no representan una “imagen de nacionalidad”, la “pureza de raza”, no tienen los mismos accesos a la educación y oportunidades laborales y/o no pertenecen a la clase media o alta. Que “ser mujer” no es sinónimo de “ser pobre” y que el adueñarse del cuerpo y tomar decisiones para con él, no debe “dar vergüenza”.
De las entrevistas y marchas que he cubierto en varios países de la región (Argentina, Chile, Colombia, México, Guatemala y Venezuela, etc), me he dado cuenta que en la lucha por la igualdad de género en nuestros países y región, es imperativo que reconozcamos las diferencias de contextos dentro de nuestra propia comunidad y que para los medios, la pobreza tiene rostro de mujer porque nos lo han vendido así. Sólo reconociendo estas facetas podremos, de ser posible, levantarnos las unas a las otras, consciente de nuestros privilegios y desventajas.
(Fotos tomadas por Natalia Bonilla)
Han sido milenios de desigualdad. Va a tomar un rato desaparecerla, pero los primeros pasos se están dando. Y todo va a depender de la educación.
Es por tal razón que la educación con perspectiva de género es tan importante. Los cambios no ocurrirán de la noche a la mañana pero los esfuerzos por concientizar y actuar a favor de la equidad deben continuar. Hace apenas un siglo que empezamos a ser reconocidas como votantes, hay mucho camino por recorrer. Gracias por leer Corsario, ¡un saludo!
Te comparto el texto de una experta en el tema, este es un fragmento de varias entradas en las que trabajó http://wp.me/p79iUa-2O